A la espera de una verdadera revolución energética, es necesario que se cuestione el actual paradigma del desarrollo económico y demográfico si de verdad pretendemos que se rebajen las emisiones.
Sabemos que para resolver un problema el primer paso es formularlo correctamente. Pero no siempre actuamos así. El caso de cómo combatir el actual proceso de cambio climático global, con toda probabilidad forzado por la actividad humana, es paradigmático al respecto. Sin ningún tipo de justificación, se ha comunicado un mensaje excesivamente optimista que ha suscitado grandes expectativas de éxitos fáciles e inmediatos. Y en este contexto de euforia desmesurada, cualquier contratiempo, como lo sucedido en las cumbres de Cope-nhague y Cancún, alimenta la frustración y la desmotivación. Por ello, en vez de seguir transmitiendo consignas, quizás lo más apropiado en estos momentos sea propiciar una reflexión realista sobre la naturaleza, alcance y ramificaciones del complejo problema que pretendemos solucionar.
La Identidad de Kaya, formulada por el economista energético japonés Yoichi Kaya, juega un papel central en los estudios del Panel Intergubernamental de Cambio Climático a propósito de los escenarios futuros de emisiones de gases contaminantes a la atmósfera. La identidad muestra que el CO2 emitido por la actividad humana depende del producto de cuatro variables, consideradas a escala global: 1) la población, 2) el producto interior bruto (PIB) per cápita, 3) la energía utilizada por unidad de PIB (o intensidad energética), y 4) las emisiones de CO2 emitidas por unidad de energía consumida (o intensidad de carbono del mix energético).
Para que el resultado final de una multiplicación de cuatro factores sea cero, basta con que uno de ellos lo sea. Pero, hoy por hoy, este supuesto constituye un sueño lejano. Lo que sí está en nuestra mano es tratar de reducir las emisiones de CO2. Ahora bien, para lograr este objetivo no podemos obviar dos hechos. El primero es que las proyecciones de Naciones Unidas sugieren que, aunque en la actualidad estamos ya asistiendo a un descenso de las tasas de fertilidad, la población mundial seguirá creciendo en los próximos 50 años, pasando de cerca de 6.900 millones de personas a un máximo de 9.500 millones, para después estabilizarse en respuesta a una mejora generalizada de las condiciones de vida. El segundo, es que el vigente paradigma socioeconómico asume como un dogma indiscutible que el PIB mundial per cápita puede y debe seguir creciendo indefinidamente.
Los dos condicionantes comentados han llevado a la comunidad internacional a concluir que la lucha contra el cambio climático debe centrarse en la segunda parte de la ecuación de Kaya, tratando de rebajar la intensidad energética y la de carbono. En el caso de la primera, se busca mejorar la eficiencia (es decir, hacer más, o lo mismo, con menos) tanto desde el punto de vista de la oferta como del de la demanda, mientras que en el caso de la intensidad de carbono se persigue avanzar hacia la de-carbonización del mix energético, promoviendo el despliegue de fuentes de energía limpias en CO2 (renovables y nuclear). Paralelamente, de forma complementaria a las actuaciones citadas, se pretende rebajar la cantidad de CO2 antropogénico mediante su secuestro, ya sea por medios artificiales o naturales (por ejemplo, inyectándolo y almacenándolo en el subsuelo o evitando la deforestación).
Esta estrategia para reducir las emisiones de CO2 da por sentado que la innovación tecnológica en el sector energético será capaz por sí sola de compensar los efectos derivados del crecimiento demográfico y económico previstos en el futuro. Ahora bien, las proyecciones en el horizonte de 2035 contenidas en un reciente informe del Gobierno de Estados Unidos (International Energy Outlook 2010) no son precisamente optimistas al respecto. Según esta fuente, en los próximos 25 años, el mundo podría reducir su intensidad energética a algo menos de la mitad y disminuir ligeramente la intensidad de carbono respecto a los valores de 2007. Sin embargo, estas mejoras se verían ampliamente contrarrestadas por el crecimiento del PIB per cápita (cercano al 100%) y por el aumento de la demografía (próximo al 30%), de forma que, en conjunto, la multiplicación de los cuatro factores de Kaya arroja el resultado de que en 2035 las emisiones globales de CO2 se habrán incrementado en algo más del 40% respecto a las de 2007.
Esta conclusión puede resultar sorprendente, en la medida que de ella parece desprenderse que las actuales políticas de reforma del modelo energético no serán suficientes para reducir sustancialmente la inyección antropogénica de CO2 a la atmósfera. O dicho de otra manera, que en ausencia de una verdadera revolución energética, todavía por concretar, se hace necesario cuestionar el actual paradigma de crecimiento económico y demográfico, si es que de verdad pretendemos rebajar las emisiones citadas. Una verdad, tan incómoda como la predicada por el exvicepresidente de Estados Unidos Al Gore a propósito de la aceptación de la realidad del cambio climático.
Nos guste o no, todo apunta a que esta es la verdadera raíz del problema. A la luz de la identidad de Kaya, el análisis de la historia del consumo energético, así como del crecimiento económico y demográfico de la humanidad en los últimos 100 años, nos indica que el cambio climático es, en buena parte, consecuencia de un desarrollo económico y demográfico sin precedentes, posibilitado por el uso masivo de los combustibles fósiles (carbón, petróleo y gas). Afirmar, como a menudo se hace, que el cambio climático es tan solo el resultado del uso masivo de dichos combustibles es una verdad a medias. Equivale a culpar a la bala, o la pistola que la dispara, de un asesinato, sin analizar quién aprieta el gatillo.
Ciertamente, el CO2 que (junto a otros gases de efecto invernadero) provoca el actual desequilibrio climático proviene en su mayor parte de la quema de combustibles fósiles, pero no deberíamos olvidar que el uso masivo de estos ha sido requerido por un paradigma socioeconómico basado en el crecimiento global, continuo e ilimitado. Hoy en día, los combustibles fósiles representan alrededor del 80% del mix de energía primaria mundial y sin ellos el sistema colapsaría. Pero aún hay más: sin carbón, petróleo y gas, el consumo energético mundial no podría haberse multiplicado por un factor cercano a cinco durante el periodo 1950-2000, posibilitando que durante el mismo periodo el PIB mundial se multiplicara por siete y la población mundial por algo más de dos. Desgraciadamente, el precio a pagar ha sido que las emisiones de CO2 se han multiplicado por casi cinco durante los 50 años considerados.
El principal problema subyacente en las cumbres de Copenhague y Cancún a la hora de alcanzar un acuerdo global que reemplace a Kioto, es que el crecimiento exponencial vivido en la segunda mitad del siglo XX se ha repartido de manera muy desigual por el planeta. El desarrollo económico ha beneficiado al 20% de la población mundial que reside en los países industrializados, de forma que estos países acaparaban en el año 2000 cerca del 80% del PIB mundial, mientras que el resto de los habitantes del planeta apenas habían incrementado su consumo energético y PIB per cápita. En consecuencia, según datos de la Agencia Internacional de la Energía, estos últimos tan solo son responsables del 42% de las emisiones globales de CO2 (relacionadas con la energía) acumuladas desde 1890 hasta la fecha. Otro dato: en 2007 las emisiones per cápita de las naciones industrializadas cuadriplicaban en promedio a la del resto de países del mundo; las cifras de 19, 7,7 y 4,6 toneladas por año y habitante emitidas por los Estados Unidos, España y China, respectivamente, hablan por sí solas.
Realmente, resulta fácil comprender por qué los países no industrializados, liderados por las grandes demografías y potencias emergentes, van a seguir exigiendo cuentas del pasado, sin comprometer ni un ápice su futuro. Algo que en el caso de China e India pasa inexorablemente por el uso de sus enormes reservas de carbón, el combustible más sucio, pero también el más barato.
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