Cuando aumentan la tasa de
crecimiento, la población y el ingreso “per cápita”, también lo hacen los gases
de efecto invernadero. Según el Pnud, los esquemas de producción y consumo,
especialmente en los países ricos, parecen ser insostenibles desde el punto de
vista ambiental.
El aumento de los fenómenos
meteorológicos extremos, tales como sequías, tormentas e inundaciones, es cada
vez más preocupante. El promedio anual de desastres se duplicó en 25 años, al
pasar de 132 casos entre 1980 y 1985 a 357 entre 2005 y 2009.
Se prevé que un aumento de 50
centímetros en el nivel de mar durante los próximos 40 años podría inundar las
zonas costeras de 31 naciones de América latina y el Caribe.
Estas cifras no son una mera
anécdota. De cómo enfrentemos esta realidad dependerá la suerte de buena parte
de los siete mil millones de habitantes del planeta. En otras palabras, el deterioro
del medio ambiente pone en duda las proyecciones de progreso y desarrollo.
Para cuantificar los niveles de
bienestar, el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (Pnud) elabora
el Índice de Desarrollo Humano (IDH), que mide indicadores nacionales de salud,
educación e ingresos.
Entre 1972 y 2010, esos
indicadores mejoraron un 40 por ciento, es decir millones de personas se
alfabetizaron, viven más años y aumentaron sus ingresos.
De continuar la tendencia, la
brecha que separa los niveles de desarrollo humano de los habitantes de los
países desarrollados y los países en vía de desarrollo se reducirá. Tanto es
así que se estima una mejora del índice global de desarrollo humano en el orden
del 19 por ciento.
Está claro que la situación no será
la misma si se consigue enfrentar los riesgos del cambio climático que si, por
el contrario, el deterioro se profundiza.
En el primer caso, que el último
informe del Pnud denomina “escenario base”, se verificarían mejoras que
beneficiarían a millones de personas.
Por el contrario, se calcula que
para el año 2050, el IDH podría haber bajado un ocho por ciento (12 por ciento
en Asia meridional y África subsahariana), en un escenario de “desafío
medioambiental” que mantenga o aumente los efectos adversos del calentamiento
global sobre la producción agrícola, el acceso a agua potable y saneamiento y
la contaminación.
“En un marco hipotético de
‘desastre ambiental’ más adverso, que prevé deforestación generalizada y
degradación del suelo, drástica reducción de la biodiversidad y aumento fuerte
y sostenido de fenómenos climáticos extremos, el IDH mundial podría ubicarse
alrededor de 15 por ciento debajo del nivel de referencia proyectado”, consigna
el documento.
Alta temperatura. El aumento de
la temperatura del planeta es acaso el principal desafío asociado al cambio
climático.
El Panel Internacional de Cambio
Climático (IPCC), organismo asesor que nuclea a científicos de varios países,
proyectó un incremento de 2,4° a 4,6° centígrados hacia 2100, si todo sigue igual.
Las consecuencias de un aumento
de la temperatura de ese orden serían severas, sostienen los expertos. “Los
climatólogos creen que el umbral climático que acarrearía la licuación de la
capa de hielo de Groenlandia se sitúa entre 1° y 3°, que de concretarse haría
subir la superficie de los océanos siete metros, modificando drásticamente la
geografía de la Tierra”, plantea Clive Hamilton, autor de Réquiem para un
especie.
Para no traspasar ese punto
crítico, será necesaria una marcada reducción de los gases de efecto
invernadero (GEI), causantes del calentamiento global.
El principal contaminante es el
dióxido de carbono, producido por la combustión de energías fósiles (petróleo,
gas y carbón vegetal), seguido por el metano y el óxido nitroso, generados en
actividades relacionadas con la producción de alimentos.
Parte de estos gases son
absorbidos por la tierra y los océanos, y el resto queda en la atmósfera
durante siglos, reteniendo el calor del planeta e incrementando la temperatura
promedio.
Actualmente, las temperaturas
mundiales son superiores en un promedio de 0,75° centígrado respecto de
principios del siglo 20. Pero lo más preocupante es que el ritmo de
calentamiento del planeta se ha acelerado por las emisiones de dióxido de
carbono, que se elevaron globalmente un 112 por ciento desde 1970.
Como resume Hamilton, los
factores que determinan incremento de los GEI son la tasa de crecimiento o
ingreso per cápita, el aumento de la población y la tecnología para generar
energía.
Demasiada riqueza. La relación
entre crecimiento económico y aumento de emisiones de GEI es directa. De ahí
que el Pnud sostenga la urgencia de cambios drásticos en los patrones
económicos. “Los esquemas de producción y consumo, especialmente en los países
ricos, parecen ser insostenibles. Se precisa un cambio hacia modelos de
desarrollo más sostenibles”, advierte.
La huella ecológica (superficie
terrestre y marítima productiva que un país necesita para generar los recursos
que consume y para absorber los desechos que genera) muestra que el mundo está
superando su capacidad de generar recursos y absorber desechos.
“Si todos los habitantes del
mundo –continúa el Pnud– tuvieran el mismo patrón de consumo que quienes viven
en los países con IDH muy alto, y el nivel tecnológico actual, necesitaríamos
más de tres planetas Tierra para soportar la presión que se ejerce sobre el
medio ambiente”.
Los países con IDH muy alto,
donde habita la sexta parte de la población mundial, emitieron casi dos
terceras partes (64 por ciento) del dióxido de carbono entre 1850 y 2005, de
acuerdo con el informe del Pnud. Desde 1859, sólo Estados Unidos ha producido
alrededor de 30 por ciento del total de las emisiones acumuladas.
Precisamente la falta de voluntad
de los países ricos para reducir los GEI ha sido la principal traba a la
instrumentación de medidas para mitigar el cambio climático. Una acción eficaz
en ese sentido implicaría reconvertir las economías avanzadas, fuertemente
sustentadas en la expansión del consumo y el uso intensivo de energías fósiles,
costo que por ahora nadie parece dispuesto a afrontar.
Puesto que el cambio de las
fuentes energéticas tradicionales a energías limpias podría demorar años,
incluso décadas, algunos científicos sostienen que sólo una drástica
reestructuración de las actividades industriales de las economías avanzadas
permitiría reducir las emisiones de C02 a niveles seguros y en un lapso más
breve.
Emergentes y contaminantes. Pero
ese no es el único escollo. En la última década, el explosivo ascenso de las
economías emergentes, con China a la cabeza, seguida de países como la India,
Brasil y Sudáfrica, aparejó cambios en el mapa de las emisiones de GEI.
Mientras que la tasa de
emanaciones crece a razón del 11 al 12 por ciento anual, en los países ricos ha
caído por debajo del uno por ciento. De mantenerse esta tendencia, en el
próximo siglo más del 90 por ciento de las emanaciones tendrán lugar en los
países en desarrollo.
Sin embargo, la desigual
contribución de las naciones ricas y aquellas en vías de desarrollo al
calentamiento global, así como las diferencias en cuanto a desarrollo humano
entre ambos bloques, fundamenta la postura de quienes sostienen que el mayor
costo por la adopción de medidas para mitigar el cambio climático debería
recaer en las economías avanzadas (en definitiva, responsables del 70 por
ciento de las emisiones acumuladas de GEI).
De cualquier modo, una acción
eficaz requerirá el compromiso de las principales economías emergentes.
La investigación remarca que los
factores ambientales adversos, como las sequías, aumentarán los precios
mundiales de los alimentos en 30 por ciento a 50 por ciento en las próximas
décadas e intensificarán la volatilidad de los costos.
Aunque la producción agrícola se
duplicó en los últimos 50 años, la superficie de tierra cultivada sólo aumentó
10 por ciento.
Paralelamente, la degradación del
suelo y los recursos hídricos está empeorando: casi 40 por ciento de las
tierras cultivables sufre erosión, pérdida de fertilidad y pastoreo excesivo.
En los países ricos ese porcentaje supera más de la mitad de la superficie
agrícola; América latina y el Caribe tienen, en cambio, la menor proporción de
tierra degradada, pero la explotación excesiva que se experimenta actualmente
puede convertir tierras fértiles en desiertos, alerta el Pnud.
El difícil equilibrio entre la
producción de alimentos y los recursos naturales se manifiesta también en el
alto consumo de agua que demandan las actividades agrícolas: consumen entre 7 a
8,5 litros de cada 10 de las reservas hídricas. Cerca del 20 por ciento de la
producción mundial de cereales utiliza este recurso de manera insostenible. Y
las proyecciones apuntan a una duplicación en el uso del agua para producir alimentos
antes del año 2050.
Actualmente, la cantidad sacada
de los acuíferos es superior al volumen natural de restitución. El informe
consigna que “la destrucción de los humedales y las cuencas hidrográficas para
dar lugar a explotaciones agrícolas e industriales” está alcanzando un punto
crítico.
Peligro de eclipse. El informe
pondera la reducción de la desigualdad evidenciada en América latina y el
Caribe, pero advierte que la deforestación y otras amenazas ambientales podrían
“eclipsar los logros regionales y obstruir los avances”.
La deforestación ha disminuido su
avance en América latina y el Caribe, y si bien algunos países de la región
siguen explotando sus reservas forestales a un ritmo insostenible –con pérdidas
que llegan a casi un millón de kilómetros cuadrados de bosques entre 1990 y
2010– también hay resultados muy positivos, como las medidas destinadas a
combatir la deforestación en el Amazonas, que consiguieron reducir la tala en
un 70 por ciento en 2009.
Se estima que con el cambio
climático, en la región disminuirá la población de peces, se reducirán las
precipitaciones y aumentarán las temperaturas.
“A largo plazo, la deforestación
y la sobreexplotación de la tierra y los cursos de agua pueden amenazar la
disponibilidad de agua dulce y los recursos renovables esenciales, como la
pesca”, advierten los autores del documento del Pnud.
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