El devastador terremoto que se registró este viernes en Japón (8.9 grados en la escala de Richter), seguido de un tsunami, ha arrojado, además de una destrucción material todavía incalculable, un saldo que hasta ayer rebasaba los mil muertos y miles de desaparecidos, pero que varía constantemente. La pérdida de vidas humanas es, por definición, irreparable y dolorosa, y resulta significativo de la magnitud del fenómeno que esas muertes se hayan registrado –a diferencia de lo ocurrido con otros episodios similares– entre una población que cuenta con una reconocida organización y cultura sísmicas, y en un país cuyo gobierno ha invertido, ante las determinantes geográficas de su territorio, cuantiosas sumas en el diseño e implementación de planes de desalojo y contingencia ante los terremotos.
Además del saldo en vidas humanas, y conjuradas en apariencia las posibilidades de que el desastre natural tenga repercusiones severas en otros territorios peninsulares y continentales del océano Pacífico, un factor principal de preocupación en la hora presente es que lo ocurrido en Japón derive en afectaciones de índole económica a escala mundial. El terremoto se tradujo, desde ayer, en una caída de los mercados bursátiles del sureste asiático y de Europa, y en la baja en las cotizaciones internacionales del petróleo, como consecuencia de los daños sufridos por las refinerías del país asiático, el segundo importador neto de crudo en el mundo.
Más allá de esos efectos inmediatos, cuyo alcance podría ampliarse o reducirse en las próximas horas, la destrucción de capital físico y de infraestructura en Japón, en conjunción con la paralización de sus actividades productivas, condiciona severamente el proceso de recuperación económica en que se encontraba ese país –la tercera economía mundial detrás de Estados Unidos y China–, de por sí afectado por deficiencias estructurales: una deuda pública considerable, que duplica el tamaño de su producto interno bruto –la más grande de un país desarrollado– y un déficit económico que ronda 10 por ciento. Tales indicadores condicionan y estrechan el margen de maniobra del gobierno encabezado por Naoto Kan para los trabajos de rescate y reconstrucción, y también colocan a la nación asiática en la perspectiva de una desaceleración económica.
El panorama no es alentador para una economía mundial que, tras los descalabros de 2008-2009, ha tenido una recuperación por lo menos accidentada, y que actualmente enfrenta factores de preocupación por las revueltas del mundo árabe –y la consecuente inestabilidad para las cotizaciones petroleras– y por la crisis de deuda que aqueja a varias naciones de la eurozona. Ahora, con la devastación en Japón, es posible que las afectaciones a la economía planetaria se extiendan más allá de los mercados especulativos, y que incidan en las actividades productivas e industriales, ante la reducción o el encarecimiento de las exportaciones japonesas en rubros como el automotriz, la electrónica y la industria del acero. Por lo que hace a México, el escenario debiera ser un llamado de atención para los encargados del manejo económico y de la política comercial del país, pues Japón representa su tercer proveedor de importaciones y su octavo comprador de exportaciones, además de que cuenta con una participación importante en el monto de inversión extranjera directa que llega a territorio nacional.
La contingencia inmediata demanda una rápida reacción del gobierno japonés y de la comunidad internacional para ayudar a esa nación, a sus damnificados y a las familias de las víctimas. Pero, en el mediano plazo, se impone la necesidad de que los gobiernos del mundo –particularmente los de países pobres y dependientes como el nuestro– avancen en una doble planificación: ante la posibilidad de fenómenos naturales similares en el propio territorio y ante los efectos económicos que pudieran derivar de esos episodios.
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