13 dic 2010

Bohórquez, un pueblo 'fantasma' por las inundaciones en el Atlántico


En este pueblo semisumergido, patrullan en canoas para evitar que se les roben lo poco que queda.

En Bohórquez, 'Joe' es el último perro que mantiene las fuerzas para ladrar y mostrar los dientes a quien se le acerque. Los huesos de sus costillas se asoman sobre el cuero pálido, el hambre amenaza con doblegarlo, pero el animal resiste y se mantiene amenazante cuando un extraño se le acerca.

Desde que comenzó la inundación del pueblo, por la ruptura del canal del Dique, al animal lo mantienen amarrado en un poste al lado de la carretera Oriental por temor a que corra la suerte de otros perros: morir bajo las llantas de un carro o de hambre.

Su dueño, Frajid Valencia, sólo lo suelta por las noches cuando sale con un grupo de vecinos a patrullar en canoas el pueblo, para evitar que los ladrones destechen las casas y se lleven las láminas de Eternit.

Frajid y 'Joe' encabezan el frente de seguridad conformado por una veintena de hombres que, armados de machetes y trancas, salen a vigilar en 15 canoas las 6 calles del pueblo y las 300 casas que están bajo las aguas del canal.

Bohórquez es un corregimiento ubicado a 10 kilómetros de Campo de la Cruz, uno de los cinco municipios del sur del Atlántico inundados por el rompimiento del canal del Dique el pasado 30 de noviembre, situación que mantiene a 80.000 damnificados hasta el momento.

Desde el aire sólo se puede ver la torre de la iglesia, los techos de las casas y algunas cruces del cementerio. La taruya cubre las calles como un tapete verde por el que se mueven serpientes, bichos y hasta caimanes, que la fuerza del río sacó de sus madrigueras.

Pero los pocos habitantes que se resisten a dejar a Bohórquez no les temen a los peligros de la naturaleza, sino a los delincuentes que intentan destechar las casas o llevarse los enseres que hay en ellas.

Muchos no quieren irse, pues allí lo tienen todo; por eso, han armado cambuches a lado y lado de la carretera, sobre improvisados terraplenes que frenan el agua del río Magdalena, que también amenaza con metérseles.

Ese es el caso de Vergel Ortega Mercado, un campesino de 73 años que nació en este pueblo de pescadores y agricultores. "No tengo nada bueno: amarré todo al techo, las camas, las ollas y los muebles, las fuerzas no me alcanzaron pa' subir la nevera porque ese animal sí pesa", dice.

El viejo armó su carpa con un plástico negro en donde tiene un par de chancletas, dos sábanas, pedazos de cartón que le sirven de cama, y un par de ollas. Afuera tiene un corral con 30 gallinas, su máximo capital, las cuales se resiste a vender.

"Falta mucho tiempo todavía para que el agua baje. Hay que esperar para ver dónde termina la tragedia", subraya el hombre, que asegura que compró cada gallina a 12.000 pesos y ahora le están ofreciendo 4.000 por animal.

La soledad

Las personas que quedaron en Bohórquez no saben, ni les interesa, si es diciembre. Las luces de Navidad mucho menos se ven, pues desconectaron la energía eléctrica.

"No tenemos ambiente para celebrar; sólo queremos que nos ayuden", dice desconsolada María Angélica Romero, madre de tres niños.

Perros famélicos rondan por todos los lados. Los gallinazos, las garzas y los patos silvestres son los que disfrutan del 'manjar' que la naturaleza les sirve; mientras los primeros devoran los restos de vacas, burros, perros y gallinas ahogadas o muertas de hambre, los otros hacen su festín con la cantidad de peces en medio de las aguas.

La situación es preocupante para los funcionarios de Salud Pública de la Gobernación del Atlántico, que el viernes comenzaron a recorrer la zona tomando muestras de los perros muertos para la investigación que llevan sobre el mal de rabia.

"La cobertura en el sur es del 80 por ciento, pero están llegando animales de las fincas que no fueron vacunados", dice Jaime Ruiz, coordinador de Zoonosis, quien teme por un brote de rabia en esta zona.

Algunos campesinos que recuperan vacas en las zonas anegadas las llevan hasta la margen de la vía y, si no encuentran comprador, las sacrifican allí mismo.

"Hay mucha hambre y no nos podemos dar el lujo de esperar a que aparezcan los dueños del animal", señala Miguel Antonio Méndez, un fornido campesino que durante seis horas luchó con un becerro para sacarlo del agua.


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